Surf y ambición: la bella y la bestia
Iñigo Urdinaga, autor del libro "Surflaria eta Paradisua", firma un crítico artículo en Jot Down Magazine titulado "Surf y ambición: la bella y la bestia", una reflexión sobre el camino que ha tomado el surf a lo largo de los años, sobre todo en estos últimos.
Hemingway amaba profundamente la mar (así, en femenino), pero las olas las disfrutaba como los toros, ya saben, desde la barrera. Y así, mientras el americano acompañaba a un equipo de Hollywood en busca de localizaciones para el rodaje de The Sun Also Rises (Fiesta), alguien sacó una tabla, se tiró al agua y se incorporó sobre las olas de Biarritz. Aquella mañana de 1956 fue la primera en la que un ser humano se deslizaba de pie sobre el Cantábrico. No han pasado tantas mareas desde entonces, pero los cambios han sido vertiginosos para un pasatiempo que nació en alguna remota isla polinesia y llegó hasta nuestra costa desde California. En el siglo XXI, el surf parece haber sido asimilado por la cultura del dinero; otra máquina más de crear postales pop.
Antes de seguir recordemos que, en esencia, el surf es simple y llanamente un gran placer. Los indígenas hawaianos lo disfrutaron durante más de cuatro siglos antes de que llegara el capitán Cook en 1778. «Aquellos salvajes de ambos sexos parecían vivir el más supremo placer mientras la mar los conducía rápida y suavemente», escribió su teniente en el cuaderno de bitácora. El mismísimo Jack London probó el surf en Hawái con cierto éxito y lo definió como «un deporte real para los reyes naturales de la tierra». Y es que la acción de surfear siempre transmite frescura, júbilo, entendimiento con la naturaleza y, sobre todo, libertad, o sensación de libertad. Los norteamericanos lo vieron enseguida: tras apropiarse de Hawái y del surf, lo explotaron a través de Hollywood en innumerables películas, e incluso lo emplearon en la guerra fría como arma de seducción ideológica; desde películas surferas proyectadas en Moscú hasta campeonatos en países asiáticos.
Cuando llegó al Cantábrico, el surf venía de ser contracultura en la California de los sesenta; era cosa de pijos y hippies porretas que no querían hacer la mili, y menos en Vietnam. Mostraban desdén por el trabajo y poca ambición materialista, pero soñaron con la posibilidad de vivir —o sobrevivir— de su pasión. Y no serían ni los primeros ni los últimos. A finales de los sesenta, Patxi Oliden, un artesano de traineras y remos, abrió en Orio el primer taller de fabricación de tablas de surf de la Península para hacer sus Itxas Tresna (‘herramientas de mar’). La costa vasca vio nacer los primeros campeonatos, tiendas, escuelas y revistas de surf. Todo eso atrajo mucha atención mediática pero también derribó estereotipos: para hacer surf no hacía falta ser rubio, ni ser hijo de papá; las olas buenas son en invierno, los Beach Boys no surfeaban y las drogas no eran imprescindibles. Tampoco había que irse hasta Hawái para coger olas gigantes. Ibon Amatriain descubrió y estrenó olas en el golfo de Bizkaia que parecían imposibles de surfear; Eneko Acero fue el primer surfista profesional de España y Aritz Aranburu es, hasta el momento, el primer y único surfista estatal en acceder al top mundial. Y aún hay unos cuantos más.
Entre olas y surfistas surgen más marcas locales, más tiendas, más escuelas y campeonatos. Dice el escritor Eduardo Illarregui que el País Vasco, con su franja costera de apenas ciento setenta y seis kilómetros, atesora una de las mayores concentraciones por metro cuadrado de surfistas de élite, shapers (fabricantes artesanos de tablas), artistas y empresarios relacionados con la industria del surfing del planeta. En tan solo seis décadas, el surf ha calado hondo en una sociedad volcada a la mar desde antiguo. Los vascos ya convirtieron la pesca de la ballena en la primera industria en la historia de América del Norte en el siglo XVI. En los tiempos de Instagram se trata de seguir explotando la mar a través de otros medios. Eso sí, no basta con coger olas colosales o hacer maniobras increíbles. También hay que demostrar flow en internet. Los surfistas profesionales y wannabes —aquellos que pretenden serlo— trabajan su personal branding; las grandes marcas y los medios venden la postal y el postureo, y todo el mundo quiere su foto.
Durante la primera década del siglo XX, el número de personas que practicaban surf se multiplicó dos veces por dos: en 2002 se calculaba que eran unos cinco millones en todo el mundo, y en 2010 ya eran veinte millones. La masificación se ha convertido en el gran problema del surf: cuanta más gente surfea, menor es el placer. Mundaka sigue bombeando olas de clase mundial, pero cada año son menos las posibilidades de hacerse allí un buen tubo. Las olas surfeables adecuadas son ya un recurso natural limitado y todas las playas comienzan a estar saturadas de surfistas compitiendo entre sí. Hasta la mar tiene sus límites, pero no importa: las olas artificiales amenazan con convertirse en fábricas de surfers principiantes. William Finnegan, surfista y premio Pulitzer 2016 por Barbarian Days (Años salvajes), fantasea con la idea de que algún día el surf pudiera pasar de moda. «Y cuando llegue ese día, tal vez millones de novatos dejen de surfear y dejen las olas a los surfistas recalcitrantes».
Hay en el País Vasco tanto cluster de surf, tantos cursos de marketing del surf, tantas empresas especializadas en turismo surf… Algunos surfistas creen que colegas suyos están vendiendo el alma al diablo. El surf ha perdido soul, está muriendo de éxito y quizá sea necesario imponer algunos límites también a la ambición humana. Cuando todo parecía perdido, en plena desnaturalización y con la industria tratando de centrar la narrativa del surf en los campeonatos, aparece en escena un viajero de Getxo con sus tablas bajo el brazo y una cámara para grabar y contar sus aventuras. Kepa Acero es hoy uno de los exploradores de olas más renombrados del globo, al que medios norteamericanos presentan como «la versión moderna de Vasco de Gama». Con sus viajes y vídeos ha recordado a todo el mundo que no todo son maniobras espectaculares y campeonatos. La industria quiere ídolos y fans, circo y más ventas, pero la competición en el surf no deja de ser algo impostado. Matt Warshaw, autor de The History of Surfing y The Encyclopedia of Surfing, recuerda que solo el dos por ciento de los surfistas participa en campeonatos, que el noventa y mucho por ciento de las competiciones son silly entertainment, y que los mejores momentos del surf suceden casi siempre lejos de los campeonatos.
Nos disponemos a entrar en un nuevo tiempo. Si el surf era puro disfrute y divertimiento, ya nos encontramos en otra fase: llega la era del postsurf. Cori Schumacher, tres veces campeona del mundo de tabla larga, defiende la necesidad de deconstruir, redefinir y reconstruir este pasatiempo venido a más, y propone comenzar por «desplazar del centro al surfista masculino competitivo profesional». Hoy gozamos de mejores tablas y trajes, predicciones marítimas precisas, vuelos más o menos económicos, etcétera, pero, como dice la socióloga Kristin Lawler, los surfistas viven «con un profundo sentimiento de paraíso perdido». Parece que los mejores tiempos para surfear ya se fueron, y no van a volver.
Nos queda la mar. El frío y duro invierno de la costa cantábrica, con sus marejadas y vientos del sur. Y nos queda la ambición, que es también bella y bestia. Ojalá sea para recuperar el equilibrio.
Surf y ambición: la bella y la bestia
Por Iñigo UrdinagaHemingway amaba profundamente la mar (así, en femenino), pero las olas las disfrutaba como los toros, ya saben, desde la barrera. Y así, mientras el americano acompañaba a un equipo de Hollywood en busca de localizaciones para el rodaje de The Sun Also Rises (Fiesta), alguien sacó una tabla, se tiró al agua y se incorporó sobre las olas de Biarritz. Aquella mañana de 1956 fue la primera en la que un ser humano se deslizaba de pie sobre el Cantábrico. No han pasado tantas mareas desde entonces, pero los cambios han sido vertiginosos para un pasatiempo que nació en alguna remota isla polinesia y llegó hasta nuestra costa desde California. En el siglo XXI, el surf parece haber sido asimilado por la cultura del dinero; otra máquina más de crear postales pop.
Antes de seguir recordemos que, en esencia, el surf es simple y llanamente un gran placer. Los indígenas hawaianos lo disfrutaron durante más de cuatro siglos antes de que llegara el capitán Cook en 1778. «Aquellos salvajes de ambos sexos parecían vivir el más supremo placer mientras la mar los conducía rápida y suavemente», escribió su teniente en el cuaderno de bitácora. El mismísimo Jack London probó el surf en Hawái con cierto éxito y lo definió como «un deporte real para los reyes naturales de la tierra». Y es que la acción de surfear siempre transmite frescura, júbilo, entendimiento con la naturaleza y, sobre todo, libertad, o sensación de libertad. Los norteamericanos lo vieron enseguida: tras apropiarse de Hawái y del surf, lo explotaron a través de Hollywood en innumerables películas, e incluso lo emplearon en la guerra fría como arma de seducción ideológica; desde películas surferas proyectadas en Moscú hasta campeonatos en países asiáticos.
Cuando llegó al Cantábrico, el surf venía de ser contracultura en la California de los sesenta; era cosa de pijos y hippies porretas que no querían hacer la mili, y menos en Vietnam. Mostraban desdén por el trabajo y poca ambición materialista, pero soñaron con la posibilidad de vivir —o sobrevivir— de su pasión. Y no serían ni los primeros ni los últimos. A finales de los sesenta, Patxi Oliden, un artesano de traineras y remos, abrió en Orio el primer taller de fabricación de tablas de surf de la Península para hacer sus Itxas Tresna (‘herramientas de mar’). La costa vasca vio nacer los primeros campeonatos, tiendas, escuelas y revistas de surf. Todo eso atrajo mucha atención mediática pero también derribó estereotipos: para hacer surf no hacía falta ser rubio, ni ser hijo de papá; las olas buenas son en invierno, los Beach Boys no surfeaban y las drogas no eran imprescindibles. Tampoco había que irse hasta Hawái para coger olas gigantes. Ibon Amatriain descubrió y estrenó olas en el golfo de Bizkaia que parecían imposibles de surfear; Eneko Acero fue el primer surfista profesional de España y Aritz Aranburu es, hasta el momento, el primer y único surfista estatal en acceder al top mundial. Y aún hay unos cuantos más.
Entre olas y surfistas surgen más marcas locales, más tiendas, más escuelas y campeonatos. Dice el escritor Eduardo Illarregui que el País Vasco, con su franja costera de apenas ciento setenta y seis kilómetros, atesora una de las mayores concentraciones por metro cuadrado de surfistas de élite, shapers (fabricantes artesanos de tablas), artistas y empresarios relacionados con la industria del surfing del planeta. En tan solo seis décadas, el surf ha calado hondo en una sociedad volcada a la mar desde antiguo. Los vascos ya convirtieron la pesca de la ballena en la primera industria en la historia de América del Norte en el siglo XVI. En los tiempos de Instagram se trata de seguir explotando la mar a través de otros medios. Eso sí, no basta con coger olas colosales o hacer maniobras increíbles. También hay que demostrar flow en internet. Los surfistas profesionales y wannabes —aquellos que pretenden serlo— trabajan su personal branding; las grandes marcas y los medios venden la postal y el postureo, y todo el mundo quiere su foto.
Durante la primera década del siglo XX, el número de personas que practicaban surf se multiplicó dos veces por dos: en 2002 se calculaba que eran unos cinco millones en todo el mundo, y en 2010 ya eran veinte millones. La masificación se ha convertido en el gran problema del surf: cuanta más gente surfea, menor es el placer. Mundaka sigue bombeando olas de clase mundial, pero cada año son menos las posibilidades de hacerse allí un buen tubo. Las olas surfeables adecuadas son ya un recurso natural limitado y todas las playas comienzan a estar saturadas de surfistas compitiendo entre sí. Hasta la mar tiene sus límites, pero no importa: las olas artificiales amenazan con convertirse en fábricas de surfers principiantes. William Finnegan, surfista y premio Pulitzer 2016 por Barbarian Days (Años salvajes), fantasea con la idea de que algún día el surf pudiera pasar de moda. «Y cuando llegue ese día, tal vez millones de novatos dejen de surfear y dejen las olas a los surfistas recalcitrantes».
Hay en el País Vasco tanto cluster de surf, tantos cursos de marketing del surf, tantas empresas especializadas en turismo surf… Algunos surfistas creen que colegas suyos están vendiendo el alma al diablo. El surf ha perdido soul, está muriendo de éxito y quizá sea necesario imponer algunos límites también a la ambición humana. Cuando todo parecía perdido, en plena desnaturalización y con la industria tratando de centrar la narrativa del surf en los campeonatos, aparece en escena un viajero de Getxo con sus tablas bajo el brazo y una cámara para grabar y contar sus aventuras. Kepa Acero es hoy uno de los exploradores de olas más renombrados del globo, al que medios norteamericanos presentan como «la versión moderna de Vasco de Gama». Con sus viajes y vídeos ha recordado a todo el mundo que no todo son maniobras espectaculares y campeonatos. La industria quiere ídolos y fans, circo y más ventas, pero la competición en el surf no deja de ser algo impostado. Matt Warshaw, autor de The History of Surfing y The Encyclopedia of Surfing, recuerda que solo el dos por ciento de los surfistas participa en campeonatos, que el noventa y mucho por ciento de las competiciones son silly entertainment, y que los mejores momentos del surf suceden casi siempre lejos de los campeonatos.
Nos disponemos a entrar en un nuevo tiempo. Si el surf era puro disfrute y divertimiento, ya nos encontramos en otra fase: llega la era del postsurf. Cori Schumacher, tres veces campeona del mundo de tabla larga, defiende la necesidad de deconstruir, redefinir y reconstruir este pasatiempo venido a más, y propone comenzar por «desplazar del centro al surfista masculino competitivo profesional». Hoy gozamos de mejores tablas y trajes, predicciones marítimas precisas, vuelos más o menos económicos, etcétera, pero, como dice la socióloga Kristin Lawler, los surfistas viven «con un profundo sentimiento de paraíso perdido». Parece que los mejores tiempos para surfear ya se fueron, y no van a volver.
Nos queda la mar. El frío y duro invierno de la costa cantábrica, con sus marejadas y vientos del sur. Y nos queda la ambición, que es también bella y bestia. Ojalá sea para recuperar el equilibrio.